A pocos días de Semana Santa, y con los medios de comunicación preguntando si la invadida Ucrania debería aceptar o no los términos arbitrarios de Rusia para dar fin a esta guerra injustificada y criminal –como todas lo son–, en URBE ESMERALDA creemos oportuno dedicar un momento a la reflexión.
¿Qué es la paz? Por lo general se piensa simplemente que es la ausencia de guerra. Se habla de la paz en medios, programas, series, canciones. Pensamos en ella como un fin.
Sin embargo, al igual que la guerra, la paz es un proceso.
Muchos quieren lograr la paz con leyes o tratados que obliguen al desarme. Esas medidas pueden reducir las posibilidades de una guerra, pero no garantizan la paz.
Porque la paz es lo opuesto de la guerra, no sólo su ausencia. Es lo contrario a cualquier pelea con o sin armas, a la hostilidad entre naciones y razas; es lo opuesto a la rivalidad social o el conflicto al interior de nuestra propia familia.
Muchos afirman que la paz se asegura sólo si uno está “preparado para la guerra”, cuando lo que debemos hacer es capacitarnos para saber vivir en paz. Y esto sólo es posible cuando nos enfocamos en vencer a sus principales enemigos: el conflicto, la opresión, el odio, la codicia, el dominio injusto, la envidia.
Históricamente, las raíces de la guerra –sus causas– se encuentran en el orgullo y la corrupción, en el afán egoísta de obtener riqueza y poder.
Vivimos en una época de intranquilidad y conflictos, con “guerras y rumores de guerras” en muchos países. Es muy triste que haya ciudades en México donde reina el odio, lugares sin prosperidad en los que cada día mueren personas asesinadas.
Ahora que se acerca la Semana Mayor y dejamos oficina, casa o escuela para viajar y divertirnos, vale la pena recordar que la integridad personal fue el único método empleado por Jesucristo para predicar la paz.
Él enseñó que amar a nuestro prójimo –el vecino–, así como a nuestros enemigos es una obligación tan importante y vital como amar a Dios.
Sí, todos somos responsables de fomentar la paz. Podemos hacerlo al demostrar amabilidad, al ser considerados, bondadosos, humildes, caritativos. Y sobre todo al dar el ejemplo. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién más lo hará? Es una responsabilidad nuestra, que no podemos delegar en el gobierno, en la escuela ni en nadie más.
Suponemos que la gente “bien educada” debería ser buena. Pero no siempre es así. Porque para ser buenas personas necesitamos hacer lo opuesto que en la guerra: escuchar, respetar, ayudar, comprender, servir a los demás.
Los padres que forman y educan a sus hijos con amor, enseñándoles a servirse y no pelear, contribuyen a la paz mundial. También la fomentan nuestros jóvenes y niños cuando se privan de algo que les gusta, a fin de apoyar una buena causa o servir a otros de forma altruista.
Reflexionemos: la paz es consecuencia de la bondad. Entonces, si decidimos vivir en respeto y armonía con nuestros familiares y vecinos –e incluso con los desconocidos–, favorecemos las causas de la paz.
Alguien a quien recordamos y se venera en Semana Santa, sigue mostrándonos que los seres humanos debemos tener buena voluntad para vivir con paz en la Tierra.
Tan sencillo, y tan cierto.