Al comienzo de su última novela, titulada Noventa y Tres (1874), el escritor francés Victor-Marie Hugo presenta una escena en la que un grupo de soldados encuentra en el bosque a una joven mujer con sus tres niños hambrientos. Movido a compasión, el sargento Radoub toma de sus raciones un trozo de pan y se lo entrega, mirando con sorpresa cómo ella lo parte en dos para darlo inmediatamente a los pequeños.
–No ha guardado nada para ella –gruñe el sargento.
–Porque no tiene hambre –comenta otro soldado.
–No: es porque es madre –responde Redoub.
Hoy y siempre, honramos a las madres. Honramos su amor desinteresado. Honramos sus sacrificios. Al mismo tiempo, sabemos que a muchas de ellas les preocupa no haber hecho lo suficiente por sus hijos, y que desearían poder hacer aún más.
En este sentido, alguien les ha dicho: “Si ustedes se esfuerzan al máximo por ser la mejor madre que puedan ser, entonces habrán hecho todo lo que un ser humano es capaz de hacer, y todo lo que Dios espera que hagan”.
Es posible que no podamos apreciar completamente todo lo que nuestras madres han hecho por nosotros, pero sí podemos asegurarnos de que su obra de amor no pase inadvertida.
Por la forma en que vivimos nuestras vidas, podemos afirmar que la influencia de una madre sobre sus hijos es incalculable, aun cuando esa influencia sólo se pueda valorar completamente hasta un día futuro.
¿Acaso no hemos escuchado alguna vez comentarios sinceros parecidos a éste?: “¡Siento tanto agradecimiento por mi madre! No era perfecta, pero era buena, comprensiva y sabia. Soy tan bendecida(o) por que me haya dado la vida. Probablemente no me di cuenta en ese momento, pero ahora puedo ver cómo su amor y su apoyo me ayudaron a convertirme en la persona que hoy soy”.
¿O tal vez oír a una madre hablar sobre el esfuerzo que significa serlo?: “Siendo honesta, ¡es agotador ser mamá! Algunos días definitivamente son más difíciles que otros, pero tú sólo te limitas a hacer las cosas lo mejor que puedes. Y a la jornada siguiente lo haces de nuevo, otra vez, y otra, porque en tu corazón sabes lo importante que es esta labor. Lo que me mantiene en marcha, como a muchas madres, no es otra cosa que el amor profundo que siento por mi familia”.
¿Y qué decir de lo que llegan a decir nuestras abuelitas?: “Aprendí como madre, y ahora como abuela, a tener en cuenta el panorama general. Porque a veces nos enfocamos únicamente en el momento presente, sólo en lo que estamos haciendo, sin tomar conciencia de lo preciosos que son nuestros hijos y nuestros nietos”.
La Madre Teresa de Calcuta, quien fundó la Orden de las Misioneras de la Caridad, se dedicó a ayudar a los más pobres entre los pobres. Fue conocida y amada en todo el mundo por su compasión y corazón humanitario, recibiendo muchos honores –incluido el Premio Nobel de la Paz– así como el nombramiento de Santa que confiere la Iglesia Católica.
Sin embargo, aun cuando nunca tuvo hijos propios, el título por el que siempre será conocida y recordada es simplemente el de Madre.
La maternidad es importante. De hecho, pocas cosas en la vida importan más.
Entre todas las buenas causas que hay en el mundo, de entre todas las formas en que podemos tratar de hacerlo un lugar mejor, ninguna tiene mayor poder –y potencial– que la amorosa influencia de una madre sobre sus niños.
Hoy y siempre, honramos y celebramos, recordamos y agradecemos a las madres.
Ellas son lo mejor del mundo. Nos enseñan a ser amables, inteligentes y amorosos como ellas. Ayudan a sus esposos igual que a sus pequeños: desinteresadamente, con amor.
En este 10 de Mayo debemos recordar que Dios no espera madres perfectas, sino mujeres imperfectas que den vida a sus hijos y los amen profundamente –con el amor perfecto que sólo una madre nos puede dar.
URBE ESMERALDA felicita y agradece a todas ellas en este Día de las Madres.
